martes, 7 de febrero de 2012

LA RAÍZ DEL ÁRBOL DE LA VIDA

Hacer el amor con la imagen no es fácil. Creo que lo he repetido muchas veces cuando alguien me pregunta cuál es el tipo de películas que me gustan, me llaman y atosigan en ese fondo que preferiría uno no tener que tocar nunca. Y cuando se logra, se palma una superficie ulterior, de gamas multicolores que probablemente nunca pensaste que estaba ahí.

Terrence Malick se ganó el Palma de Oro del Festival de Cannes 2011 en medio de una muy dividida opinión acerca de su más reciente película El Árbol de la Vida. Y es que el film como tal rompe, sin parecerlo, con ciertos elementos que se consideran irrompibles dentro de los masticadísimos esquemas con los que la industria cinematográfica tiene amordazados a la mayoría de los espectadores.

No es una película reflexiva, pues no viene dentro de ella el aliento de la moraleja absurda, o el típico complemento serial de una suerte de específica adivinación filosófica. En ella Malick pareciera transformarse de cineasta ícono, en niño maleducado. Su película está más cerca de conservarse en un museo como pintura, no sé si surrealista, no sé si dadaista en una tómbola. No sé.

De allí la controversia. Fue él y la imagen. Y habrá quienes piensen que fue él quien hizo el amor y nos pornografió con fino arte la pantalla. Otros saldrán despavoridos pensando en la forma de demandarlo por hacerlos perder el tiempo. Otros, en dubitativa pose – creo estar dentro de ellos – tratarán de descifrar un galimatías de esfuerzo imaginativo pero, en definitiva, bello.

El Árbol de la Vida descansa en el deseo de alcanzar a Tarcovsky. Es una película poética y filosófica, y sólo aquellos de los que emerja la complejidad expresiva de la palabra encontrarán en ella un sitio, ni tan cómodo, donde sentarse y disfrutarla. Es una postura ante la vida, muy sacra, muy verde, azul, blanco, amarillo. Es una propuesta que dice lo que más o menos uno cree que es vida pero que hasta que no lo ves como Malick lo ve, como que no entiendes.

Aquellos que la odien, formarán parte de esa vida que admite cualquier cosa. Los que la amen o les sea indiferente, los que la traten como un objeto animado de fotografía impecable, también tendrán su puesto en el palco de una vida que es vida y que vive transformándose sin inmutarse ante nuestra inefable opinión.


J. Gregorio Maita

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