martes, 2 de septiembre de 2014

EL PAISAJE DEL RORAIMA ES PARA MORIRSE, PERO NO LITERALMENTE (CRÍTICA A LA PELÍCULA LA DISTANCIA MÁS LARGA)

Bienvenido a la Gran Sabana. Malsalido de Caracas. Venezuela es una postal. Algunos intentamos que sea algo más: una personalidad, una imagen en movimiento con pensamiento y características particulares. Venezuela es átomo de universalidad. Los que piensen lo contrario, frente al film, después del balazo gratuito, están pensando desde la particularidad política.

No es que discuta la realidad. Pero en Venezuela hay muchas, variopintas, buenas, malas, bonitas, baratas, peludas, lampiñas, claroscuras, líquidas, insípidas, volátiles como el humo de los que fuman, el aliento de los que protestan, el olor materno de la arepa, las nubes que cubren nuestras montañas. Esta retahíla de pendejadas habla de las dudas de un guion que se dedicó a armar una historia de un drama sobre un drama: pan con pan.

Tampoco es que escupa encima de la excelente y detallada dirección de Claudia Pinto Emperador (esos geniales guiños al miedo hecho bastón). No es que La distancia más larga llegara al punto de la inmoralidad que me dejó aquella Secuestro Express (Jakubowicz), pero sí que roza la desesperanza.

En LDML el futuro es cosa vaga, o por lo menos lo desdibuja en una complaciente conclusión cuando el niño regresa por donde vino reconciliado con ¿la vida? ¿su padre? ¿él? Sé que la vida llega a ser más perra que en el cine, pero ¿cuál es la motivación, soterrada apenas por la magia de la región más bella y antigua del planeta, en morir dos veces? Los gritos, los grandes planos que ponían ante nosotros esa cosa inverosímil, que incluso muchos guayaneses nos hemos negado a apreciar en carne propia, son el frasco del veneno.

La única vez que fui a la Gran Sabana lo hice con la excusa de un trabajo audiovisual. Era el primero por el que me pagaban algo. Después de una carretera tapada por la neblina y la selva, aquella pintura de dios se mostraba ante mí y lo único que podía hacer era contener el llanto. Es vergonzoso – comentario aparte – que dicho regalo haya sido tan poco aprovechado por la filmografía venezolana. No me extrañó que fuera una valenciana la primera en explotar de manera sublime el verde musgo de los tepuyes, la traslúcida virtud de los ríos que la cruzan, las noches estrelladas mapeando galaxias, sabiendo como sé que a los guayaneses nos cuesta tanto mirar hacia adentro.

Pinto lo hizo en una historia donde un único hijo vive en un país, para mi inventado, donde logra ir de polo a polo sin que nadie se pregunte cómo; donde su padre, después de la pérdida, así, terrible, injustificada, cobarde, resuelva como quien juega un triple entre el niño y el trabajo; donde una abuela ausente de siempre venga a abrir los ojos por última vez y ese ser que es el futuro, el último eslabón de su línea genética, sea el impulso para que la vida siga, pero en otra parte.

Me dirán conservador. Dirán que la vida, como en Mar Adentro (Amenábar), es un derecho y no una obligación (estamos claros); pero me resulta tan triste el panorama del chamo que pierde dos veces lo mismo, y termina rencontrándose con un padre que inexplicablemente, bajo las circunstancias psicológicas del personaje, elemento fundamental para la escritura de un guion aquí y en cualquier parte, hace algo que en mi humilde parecer es tan poco natural: dejar a un niño a su suerte. Mucho con demasiado.

LDML es una buena película, desde el punto de vista técnico. De las mejores actuadas. La mano firme de Pinto dejan ver la costura del buen ojo, de la idea clara. Pero hay un fantasma incómodo, lejos del conservadurismo duro, que los que me conocen saben que no tengo, que me hace sospechar. Esa supuesta reconciliación con la vida, esa enmienda, tardía y triste, va en carro fúnebre.

Un mensaje pesimista se esconde detrás de la cortina del Roraima.


J. Gregorio Maita. 

domingo, 13 de julio de 2014

ANTES DE QUE LA QUITEN (CRÍTICA A PIPÍ MIL, PUPÚ DOS LUCAS)



Ya he visto el escarceo comedido de los pacatos sociales que abundan en críticas a todo lo que les rodea pero que olvidan, con poca vergüenza, su maleta de grima y la ceguera propia de los hipócritas.

Educados como están en la escuela de lo decente, de las buenas maneras, de lo “moral”, tienen la tendencia un poco descontrolada de dejarse llevar por algún manifiesto dogma católico para recriminar la irreverencia inteligente.

En un proyecto para nada conocido un tipo cualquiera explica lo que significa estrenar un apartamento: ir de un lado al otro con la pareja con el pene introducido en su vagina (o ano; aquí no vamos a discriminar a los sexo diversos) y culear como los perros que mean para marcar el territorio. Lo de los muebles es para después.

Muchos acostumbrados al manual de Carreño aplicado al arte dirán que las tetas de María Guevara es un invento morboso de las voces locales que no le tienen miedo a la desnudez pues lo natural no es cosa rara. De igual forma, como también leí por allí, mucho hipócrita con tendencia a santo maltrecho habrá rezado unos cuantos rosarios, latigazos en la espalda incluidos, cuando en Caracas a la gente se le ocurrió pasear en bicicleta como dios los trajo al mundo. Una inquisición voluntaria y sin acceso al agua bendita pulula por la mente de los que creen que pisan fino, pero no es así.

Esos que en su momento pensaron a priori que obras cinematográficas como El último tango en París de Bertolucci no era más que un bebedizo pornográfico y que por “salvaguardar la moral del venezolano” (a chito vale) prohibió su exhibición. Hay quienes pensaron que la violencia expresada por Kubrick en La naranja mecánica era una grosera exageración que poco o nada tenía que ver con el ideal de ser humano que no puede ver una película, pero que muy bien sirve para explotar o ser explotado, en la guerra, en la fábrica, en la vida.

Tanto santurrón patético de mala madre que ostenta la virtud de sesgar y no de debatir, ha opinado que una película como Pipí mil, pupú dos lucas, es un bodrio a priori concebido por el puro título y que no vale la pena ni siquiera la mención del titánico esfuerzo de los hermanos Bencomo, que como quien no quiere la cosa, han dado una lección brutal a quienes, y me incluyo (va la autocrítica), creen que es imprescindible todo menos las ganas de hacer cine.

Mismo argumento le metieron en la cabeza a mucha gente sobre esa extraordinaria película que fue Amaneció de Golpe de Azpúrua, haciendo que muchos jóvenes venezolanos todavía les dé culillo revisarla como obra cinematográfica de altura y documento histórico cuyo guión del olvidado José Ignacio Cabrujas retrata una reflexión sobre la democracia que pocas veces se ve tan bien plasmada como en ese ejemplo.

Pero Pipí mil tiene, además de la grandilocuencia venezolana, esa que muchos de estos criticones de orilla esconden en el baño cuando se refieren a estorbos ideológicos de mamaguevo pa arriba, una historia convergente que muy pocos escritores se atreven a realizar. Y pa más vaina, lo hicieron bien.

Una película hecha con los panas, pidiendo prestado, entre mil y una dificultades, con limitadísimos recursos técnicos, con personal inexperto o primerizo, y que tenga este país el tupé de retrasar su estreno en años porque a algunos no les interesaba “ese tipo de cine, porque una cosa es que diga semejante malsonancia Scorsese o Tarantino a que lo hagan unos tercermundistas”. Bueno, da como para arrecharse.

Así como Matisse hizo La Odalisca con pantalón rojo (1925), y en su momento muchísimas obras de las manifestaciones del arte fueron objeto del tomatazo pudoroso, mañana, más temprano que tarde, Pipí mil podrá convertirse en una de las más alabadas y elevadas cintas de culto en nuestro cine.

Cuándo será el día en que los venezolanos aprendamos a juzgar con argumentos, por el estudio pormenorizado del sujeto u objeto en cuestión, a hacerlo por el simple proceder, muy a lo miss, de la portada, la superficie, o el envoltorio. Una sociedad sujeta a cánones tan delicados muy poco podrá profundizar en su creación. La grandeza, en la medida en que no encontremos un equilibrio, será más cuesta arriba.

Ya por lo menos la censura de hoy no viene del gobierno nacional.

J. Gregorio Maita.

Para complementar lo escrito en esta crítica, visitar el siguiente enlace: http://www.gumilla.org/biblioteca/bases/biblo/texto/SIC1980424_175-177.pdf





martes, 29 de abril de 2014

LA HONESTA PELO MALO (CRÍTICA)

Pelomalofilm.com


La definición del todo. El espejo mágico sacándonos la lengua. Lo antipático. El rehuir de la cita al psicólogo. No estamos cómodos con las verdades. El horror de la paja y la viga. Demonios clausurados mandándote mensajes de texto. ¿Quién dijo que el cine debe ser complaciente?

Una historia donde nuevamente se cuestiona el papel de la mujer venezolana en la formación de la sociedad. Llamarán a los cineastas machistas, equivocados al primer vuelo, cuando el hombre se transforma en foto, en suplemento necesario de aquella que construye a sus anchas, utilizando lo que conoce, lo que considera, así, arbitrario, en su sentido social de lo que debe ser un varón. Los machos como adorno, culpables por omisión o machetazo.

Él está allí, el macho del futuro. Disfruta comunicándose en el desamparo de una timidez arraigada en la pobreza, en el trauma de la burla por no encajar en el esquema. Somos los venezolanos bufones de lo irónico, asesinos del sarcasmo. A veces, me gustaría no creer que para tal sed, solo la sangre sacia. Cosas de la vida. El bulling criollo escondido allí, como los monstruos que generan ruidos espantosos. Basta una marca, una sombra, un peinado.

Metidos hasta la saciedad en las corrientes estéticas, donde lo natural es feo, donde el ícono requiere de la manufactura, donde el hombre y la mujer dejan de serlo para ser otra cosa y encajar, a partir de esa venenosa concepción, en la calle; o lo que pudiera ser peor: en la casa. La maldición del Miss Venezuela.

Escuchas como murmullos los comentarios de la gente. Frente a la pantalla los juicios sumarios, los selfies irrespetuosos, los epítetos a Junior (Samuel Lange Zambrano). Dentro de nuestros esquemas de la estética se nos dibuja un niño delgado que camina con gesto “raro”. Una madre (natural en su sentido de la vida, volcánica, salvaje, tormentosa) sorteando el equilibrio de ser ella, de comer, de moldear.

Es Martha (Samantha Castillo) un perturbador reflejo de la libertad desentendida: la capacidad de crear y satisfacer, de alcanzar lo que se pueda y como sea con la selva del 23 de Enero en un segundo plano que podría ser cualquier otro lugar. Allí están los sinsabores, en sus ojos, en su honda franqueza al decir que no quiere a quien debe querer más. Terminas sintiendo a través de ella que la infancia es un período frágil y definitivo. Que lo que es todo para un niño lo define, por muy ridículo que fuera para nosotros. El futuro comprometido con el abuso, con el adjetivo, con la portada, con la miseria; pero no la miseria de la que se quejan algunos alegremente: el lenguaje malandro, la pared sucia, los muebles desvencijados, la pobreza como trasfondo del cine nacional; sino la humana, esa que jode mal y por un rato largo. 

Una película con la calidad e inteligencia que el cine comercial (por pretenderse única tabla de salvación) hambrea, que se construye a partir de la sensación que despierta en el espectador, siempre y cuando el mismo esté dispuesto a formar parte del viaje. Una Concha de Oro que vale más que cualquier medalla olímpica y que no puede pasar por debajo de la mesa en nuestra historia. Aquellos que llaman al progreso, a la grandeza de un país, no pueden obviar con remilgos anacrónicos la grandeza de la historia de un niño obsesionado con ser él mismo en contra de los malos pensamientos.

Pelo Malo de Mariana Rondón, anotada ya en la lista de ese cine necesario, revelador y generador de cuestionamientos, llama al confesionario de muchos que con golpes de pecho y aire reflexivo dirán confesar su culpa por una homofobia latente, por una pacatería que no pega ni con el siglo que vivimos, ni con los conocimientos y herramientas al alcance de la mano.  

Poco a poco vamos madurando.

J. Gregorio Maita


martes, 18 de febrero de 2014

LA CALIDAD A PARTIR DEL MAL PASO (CRÍTICA SOBRE PAPITA, MANÍ, TOSTÓN)





No rebato el tema de la taquilla. La industria cultural necesaria urge de la redituación del esfuerzo. El arte es la inversión de un tiempo, una fracción de vida. En ese campo de lo real, nada más verdadero que el estómago cuando cruje, o la voz de un hijo que necesita un par de zapatos.

Mi problema es con la calidad. Es difícil definirla, encapsularla en un término generalizado que se entienda. He tratado de hacerlo refiriéndome a ella como los niveles de inteligencia con que se desenvuelve un discurso, un mensaje. En el cine, este discurso audiovisual, a veces narrativo, evocativo y sensorial, la inteligencia definida en cuadros veloces se cruza con otra verdad ineludible: el entretenimiento.

Cierto es que en esos términos de calidad hay mucha obra, digamos, lenta. De esas películas que te obligan a pensar, a meterte dentro de un mundo que, según los cánones del carnaval debería servirte para colocarte en un eterno blanco, sin pensar. La cosa es peor cuando, en el punto contrario, encuentras películas tan masticadas, que como compotas no exigen el más mínimo esfuerzo para entenderlas, a tal punto que el espectador se encuentra muchas veces dos o más pasos por delante de lo que allí se desarrolla.

En la villa del señor hay de todo, y todo el mundo cuenta, diría Buena Fe; pero viendo el desarrollo de nuestra industria cinematográfica, entendiendo que producir una veintena y hasta más películas por año es un logro, debemos ver con cuidado la clase de cine que hacemos, y preocuparnos un poco, no por llegar a niveles de sobriedad espiritual como un Tarcovsky, pero tampoco caer en la banalidad de convertir a Antonio Guzmán Blanco en un cazavampiros.

Una cosa es tomar a los gringos como escuela, y otra copiarlos. Así como te encuentras babosadas como las últimas diez películas protagonizadas por Eddie Murphy, que en sus inicios resultaba irreverente y controvertido hasta la voracidad, y ahora es la vacua extremidad de un discurso moral básico y retraído, lleno de estereotipos y elementos “poco inteligentes”, tienes el consuelo de un Paul Thomas Anderson, por nombrar uno, que plantea una obra desde su perspectiva, para someterla a la exploración acuciosa del ojo que desee rebuscar “con inteligencia” su mensaje.

Tenemos los casos de las no tan recientes películas de Er Conde del Guácharo (caso este bien particular de buena taquilla y paupérrima calidad, llegando incluso a niveles en donde el mismo personaje de Benjamín Rausseo lapida con saña su cuestionada comicidad) y de Papita, Maní, Tostón, cuyo trasfondo argumental es la antaña rivalidad entre los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes, y que hubiera permitido para algo (bastante) más de lo que al final se nos mostró en la pantalla.

Una copia, casi el carbón de la brasilera A Casamento de Romeo e Julieta (2005), con un meollo deportivo similar con los equipos de fútbol Palmeiras y Corinthians, y que a diferencia de ésta, en la nuestra persisten marcadas deficiencias técnicas y excesos melodramáticos en el guión que lejos de sumar, restan.

Hay una escena en particular que comparten ambas. En la de los cariocas, el recurso que utilizaron para comprender el conflicto generado en Romeo y que dificultaba la consumación del acto sexual con Julieta fue un condón envuelto con los colores de su equipo favorito. En la maraña nacional, para nuestra vergüenza, no se les ocurrió que un elemento tan simple como un diminuto preservativo pudiera dar para imaginarse el resto, por lo que, creo yo, tratando de ser “originales”, utilizaron el cuerpo completo de la protagonista Juliette Pardau (muy bella y todo), vestida solo de un conjunto de pantaleta y sostén de los Leones del Caracas, para decir lo mismo. ¿Ven a lo que me refiero?

Y vuelvo al tema de la taquilla. Esta película, que se me antoja sexista y simplona, donde la caña pareciera el gran hilo conductor que motiva el accionar de los personajes, está batiendo records de taquilla en nuestro país, como también lo hicieran las del señor Conde. El hacer reír por reír es un recurso sobrevalorado. Pregúntenle a Woody Allen. Sabe de eso. La plata es importante, pero no lo es todo.

En contraparte, una obra maestra como Brecha en el Silencio fue sacada de cartelera en Guayana prematuramente, tal vez por ser muy inteligente, y también un poco incómoda.


J. Gregorio Maita 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

LA HUELLA EN EL VACÍO (CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA SOBRE LA PELÍCULA GRAVEDAD DE ALFONSO CUARÓN)



La mayor parte del espacio que nos rodea es inhóspito. La vida y el desarrollo del hombre como especie está signada por una serie de circunstancias que en su equilibrio, delicado, débil, a veces fortuito, declara que la vida de nosotros, como testigos y artífices de la conquista de los elementos, es una lucha por entender lo que nos rodea, algo vano cuando poca atención damos al centro.

Cuarón dice con el título Gravedad, cuya enunciación para una película desarrollada en el espacio pareciera contradictorio, que aquello que importa, que lo valioso y entrañable está en el origen, en el suelo que pisamos y que enmarca como punto de referencia la aventura de los astronautas a merced de un lugar donde la vida es imposible.

Un accidente se presenta. Un big bang del cual no tenemos culpa determina el rumbo de una normalidad controlada a un suspenso – el flotar es una ventaja y a la vez un estorbo – que ahoga. ¿Cuáles son las posibilidades de sobrevivir en donde no nos podemos mover con libertad o respirar sin contemplaciones? ¿La confianza de unos con otros, yendo de una estructura estadounidense a una rusa y después a otra china, forma parte también de lo que vivimos?

La vida sin norte o sur, la vida por ser vida, es la motivación, y no hay mejor manera de reflejarla que con algo tan sencillo como la segura sensación de posar el pie sobre territorio firme. El planeta tierra que pareciera girar en torno a unos personajes y que sirve de punto de referencia, de meta anhelada. Aquí Cuarón juega con el vacío. Nos repliega en los asientos frente a uno que otro plano secuencia, eternizando la incómoda sensación que da el infinito, haciéndonos testigos a juro del viaje.  Música y fotografía extraordinarias. La expresión gentil de un Cloney que pareciera controlarlo todo, la desesperación de Bullock ante la indefensión que va con el nervio de encontrarse sin un punto de orientación. El frío, el calor, la falta de oxígeno. Gravedad es una gran película hecha en el más grande de los escenarios y que sin embargo se va cerrando en un túnel vacuo. Esa desesperación que conlleva a entrañar lo que tuvimos al alcance: nuestro planeta, que es la cosa más hermosa jamás vista, y el único sitio donde se puede (y vale la pena) vivir.

Una mezcla divina entre una 2001: Odisea del espacio, y La Soga. Kubrick y Hitchcock fusionados en sus lecciones cinematográficas, han visto el fruto de sus vientos en una película hecha tempestades, que, al igual que Niños del Hombre, tendrá un lugar en la historia.


Cuán ingratos somos, no importa, siempre hay una excusa para enderezar el rumbo.


J. Gregorio Maita




viernes, 4 de octubre de 2013

POR LA CONCHA DE LA CABEZA



A la Derecha le gusta el arte bello. No es una animadversión hacia la estética, pero cuando terminas diciendo que lo que te gusta tiene que ser guapo, bien parecido, a costa de una vacuidad insoportable, pues, creo yo, la cosa se pone turbia.

Es como sentir preferencia por la bomba atómica antes de que un gobierno de macacos termine por decir que los pobres tienen algo que ver con los de arriba. Eso se entiende de la derecha. Es así. Tienen un conflicto supérfluo y la a vez tan tangible en su relación con la realidad, o con su realidad, esa estupenda y a veces ficcionada realidad de un mundo de dos más dos igual cuatro. Muy práctica la cosa.

Sin embargo ese “arte bello”, al pasar del cuido de la estética a la veneración del esteticismo, termina por ser aburrido, repetitivo, y eso sí, muy “universal” en los términos de la confusión globalizadora.

La izquierda por el contrario, arropada muchas veces en la ignorancia de algunos militantes, asumen la cosa como el blanco y el negro, tomado contraste político y zumbado así en el lienzo del arte que no tiene mucha culpa de las erradas concepciones políticas. Lo hacen así: si la derecha dice “A”, pues yo digo “Z”, habiendo tanta letra en el abecedario.

Entonces nosotros, los que somos artistas, nos encontramos con toda una serie de eruditos en nada que reclaman el rojo como blanco infinito de la foto, y consignas en una obra literaria que habla de un chorro de agua que baja por el albañal. Terminarán insistiendo, aunque no lo asuman como tal, en la propaganda por encima de todo, y parafraseando a mis queridos amigos de Buena Fe, terminan ocultando en el informe lo que la calle grita.

En estos días tengo una buena razón para sentirme orgulloso. Mariana Rondón, esa directora de “A la media noche y media” y “Postales de Leningrado”, ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián con su obra “Pelo Malo”. Después dijo lo que dijo en un periódico que no tiene mucho que decir realmente. Y como jauría, lejos de someternos a una reflexión más exhaustiva, atacamos lo que supuestamente dijo sobre el comandante Chávez.

Chávez nos sentenció a una guerra, dicen que dijo, y si lo dijo, es verdad. Pero yo completo la sentencia: a una guerra necesaria y que si no fuera por Chávez hubiera sido mucho peor. El conflicto solapado que cargábamos los venezolanos en el sistema desde la traición que Bolívar pensó como país libre y soberano, y no como una pequeña monarquía disimulada de las clases pudientes, tan indios y negros como todos los demás, era algo que tenía que salir a flote algún día, porque la historia funciona como la física del desarrollo en el cuerpo humano. En algún momento tenía que emerger la purga de tanto abuso, tanta impunidad, robo, muerto y sueño asesinado por una sociedad que ve a este país como un campamento.

La Concha de Oro que la señora Rondón se acaba de ganar con una película desarrollada en la mítica 23 de Enero, es uno de los logros más grandes de la cinematografía venezolana. Digo algo más: de los cuatro grandes premios que hemos ganado a lo largo de nuestro accidentado tránsito por el cine, tres de ellos han sido logrados por mujeres (léase Margot Benaceraf, Fina Torres, y ahora Mariana).  

Lo cierto es que el descalificativo, derivado de esa perniciosa estupidez de politizar más de lo debido – ojo, no es que exista el cine apolítico, todo lo contrario, pero… - por una necesidad de rendir culto a un hombre que tuvo grandes méritos en la vida no solo de su país, sino del continente, no es necesario. Mariana, en esta no tan bella pero muy tangible democracia, tiene derecho a decirlo.

Ahora, la patada está de más. ¿Qué hay de inteligente en decirle a fin de cuentas a Rondón que se meta la Concha de Oro por donde más le quepa? ¿Qué hacemos con restregarle en la cara el dinero que le dio el CNAC para realizar su película – que de paso fue una coproducción entre Venezuela, Perú y Alemania? ¿Es que acaso ella, como venezolana, directora y guionista, no tiene derecho a acceder a los recursos del Estado para la realización de sus proyectos?

Allí boto la piedra, porque terminamos entregándole a Mariana Rondón, tan valiosa para nuestro cine, a una derecha que terminará por conminarla a hacer un cine bello, cómodo, conveniente y fácil de digerir. Y perderemos todos.

Pero es que la cosa no termina allí. Al día siguiente en otra entrevista que leí en la página web de El Nacional – cosa que no apareció en ninguno de los medios del Estado - Rondón aclara que lo que quiso decir era para ambos lados. ¡Coño! ¿Descubrió el agua tibia? ¿No era el diálogo una consigna perenne en el discurso de Hugo Chávez? ¡Y entonces!

Cuando revisas quienes han sido los que han ganado ese premio te encuentras con nombres como Francis Ford Coppola, Terrence Malick, Elia Kazan, Víctor Erice, entre otros. O sea. Y digo todo esto como chavista que soy, muy poco disimulado por cierto. ¿Somos inteligentes al hacerlo? Yo creo que no.

Pero es que Mariana Rondón no se acercó siquiera a la efervescencia enfermiza de un Orlando Urdaneta, o a la pataleta de Marcel Razquín que fue y le rindió apologías a Radonsky en plena campaña electoral para después recibir el favor de darse una gira con su película “Hermano” por los EE.UU. (pura casualidad), o la catástrofe patanera de un Edilio Peña que comparó a Chávez con Musolini y a la Villa del Cine con la Cinecitta. No. Solo dijo, más o menos, que necesitamos encontrarnos, hablar nuevamente y no odiarnos tanto.

Qué bueno sería que nuestro ministro del P.P. para la Cultura, Fidel Barbarito, o el mismo presidente Maduro le haga un llamado a Mariana y converse con ella sobre lo que piensa, y que está en todo su derecho a pensar. No terminemos haciendo lo que hicieron los soviéticos con Tarcovsky y dejemos que pierda el cine nacional.

J. Gregorio Maita



martes, 14 de mayo de 2013

EL JUEGO CRUEL DEL QUE ALUMBRA Y TE CALLA (Crítica sobre la película Brecha en el Silencio)



Todo fue silencio y se hizo la magia de la redundancia, sin ofensa ni torpeza. Cuando hablar de no emitir sonido, aunque suene absurdo, y sea muy real, tan dolorosamente real. Fue un túnel, no una sala de cine; fue un hundimiento, no una bajada estrepitosa.

A veces, cuando la poesía es arma, termina por sorprender a los desprevenidos, y ojo: no hay manera de prepararse ante Brecha en el Silencio.

Tienes una historia cruel, que contada así, al seco, pudiera salir (tal vez) un mediometraje predecible y decente. Pero no. Hay un pálpito, un juego en la imagen y la luz. Hay un lenguaje más allá del literario y que hizo al cine (de aquí y de todos lados) el papá de los helados. Fue así como los hermanos Luis y Andrés  Rodríguez se aglomeraron y la convirtieron en un todo que apunta, penetra y desangra.

Al entrar al recinto sientes la normalidad que da la libertad de moverte. Desde el comienzo te aprisionan los detalles – la espuma del agua en la orilla, las medias caras como lunas en mengua, el gusano y el palito que lo tantea – como grilletes en los pies. Ana (Vanessa Di Quattro) se te presenta prisionera, y al caer con ella en la mazmorra vas esperando que poco a poco te muestren lo que intuyes.

Por momentos la cámara te invita a entrar, y con la misma pasmocidad te saca. Te toma con los dedos el mentón y levantándote la cara dice que veas. Es un manejo perverso y brillante de una cinematografía estudiada, minuciosa, certera. Toda la película es una luz que quema – como ocurre varias veces con el rostro de Ana – y al mismo tiempo es una sombra que te esconde a veces una historia un tanto predecible, porque es sobre lo común de la vida que se nos cruza en las aceras, en las ventanas de los bloques, en lo que se calla a gritos, de las grietas en las paredes por donde sale la ebullición que estalla.

Una película que habla de los escombros profundos y complejos de Julia (Juliana Cuervos), de su incapacidad de ser madre, y de ajustar su egoísta existencia en los hombros de su hija sordomuda, que asume todos los papeles de aquella, compartiendo con resignación el capricho sexual de Antonio (Rubén León). Pero como todo, hay un límite. Ana ama a sus hermanos, y su cruz se la permite a ella nada más.

Su final es abierto, espumoso y triste, pues el futuro se torna vago y lejano. Una película que sin temor a equivocarme será un hito en la historia del cine venezolano, y mundial, si le dan cancha.

J. Gregorio Maita