martes, 14 de mayo de 2013

EL JUEGO CRUEL DEL QUE ALUMBRA Y TE CALLA (Crítica sobre la película Brecha en el Silencio)



Todo fue silencio y se hizo la magia de la redundancia, sin ofensa ni torpeza. Cuando hablar de no emitir sonido, aunque suene absurdo, y sea muy real, tan dolorosamente real. Fue un túnel, no una sala de cine; fue un hundimiento, no una bajada estrepitosa.

A veces, cuando la poesía es arma, termina por sorprender a los desprevenidos, y ojo: no hay manera de prepararse ante Brecha en el Silencio.

Tienes una historia cruel, que contada así, al seco, pudiera salir (tal vez) un mediometraje predecible y decente. Pero no. Hay un pálpito, un juego en la imagen y la luz. Hay un lenguaje más allá del literario y que hizo al cine (de aquí y de todos lados) el papá de los helados. Fue así como los hermanos Luis y Andrés  Rodríguez se aglomeraron y la convirtieron en un todo que apunta, penetra y desangra.

Al entrar al recinto sientes la normalidad que da la libertad de moverte. Desde el comienzo te aprisionan los detalles – la espuma del agua en la orilla, las medias caras como lunas en mengua, el gusano y el palito que lo tantea – como grilletes en los pies. Ana (Vanessa Di Quattro) se te presenta prisionera, y al caer con ella en la mazmorra vas esperando que poco a poco te muestren lo que intuyes.

Por momentos la cámara te invita a entrar, y con la misma pasmocidad te saca. Te toma con los dedos el mentón y levantándote la cara dice que veas. Es un manejo perverso y brillante de una cinematografía estudiada, minuciosa, certera. Toda la película es una luz que quema – como ocurre varias veces con el rostro de Ana – y al mismo tiempo es una sombra que te esconde a veces una historia un tanto predecible, porque es sobre lo común de la vida que se nos cruza en las aceras, en las ventanas de los bloques, en lo que se calla a gritos, de las grietas en las paredes por donde sale la ebullición que estalla.

Una película que habla de los escombros profundos y complejos de Julia (Juliana Cuervos), de su incapacidad de ser madre, y de ajustar su egoísta existencia en los hombros de su hija sordomuda, que asume todos los papeles de aquella, compartiendo con resignación el capricho sexual de Antonio (Rubén León). Pero como todo, hay un límite. Ana ama a sus hermanos, y su cruz se la permite a ella nada más.

Su final es abierto, espumoso y triste, pues el futuro se torna vago y lejano. Una película que sin temor a equivocarme será un hito en la historia del cine venezolano, y mundial, si le dan cancha.

J. Gregorio Maita