lunes, 2 de julio de 2012

¿Y QUÉ PASA SI EL LEÓN SE LOS COME A TODOS?

Crítica sobre Piedra, Papel o Tijera 

La violencia es un fenómeno universal, como universal es el cine. La propuesta de Hernán Jabes, segundo largometraje de este nuevo creador cinematográfico venezolano, intenta colocar a este resquicio oscuro de la naturaleza humana en un momento donde el tema cobra fuerza en el consiente de nuestro país. 

Pero más allá de lo entrañable que me resulte Macuro – por ejemplo -, donde la violencia ex profeso se nutre del rigor de la arbitrariedad, e irónicamente, de la falta de humanismo – rondamos las artes, la educación y la cultura de un país donde todavía nos falta mucho – y sensibilidad hacia las necesidades del ser humano, en Piedra, Papel o Tijera, Jabes aborda la historia desde la ruptura o la inexistencia de puentes.

Son esas conexiones humanas, tan escasas en un mundo que mide las distancias en tiempo y el tiempo en dinero, las que permiten, dentro de un guión metódico, creíble – cuanta falta nos hacen guiones como estos en nuestro cine – el desarrollo de una historia que va decantando hacia el vacío. Dos núcleos van acercándose, poco a poco a conocerse, y en su reconocer – sin llegar a tocarse el alma, como es tan natural en la vida cotidiana – encuentran salidas, violentas, procurando resolver sus propios laberintos. 

Piedra, Papel o Tijera, aparte del juego del azar donde debe existir por elementos funcionales un perdedor y un ganador, es el reflejo fidedigno de la salvajada de mundo en que vivimos, en donde los puentes son inevitablemente necesarios, y si no nos tomamos el tiempo de hacerlos, alguien lo hará por nosotros. Una sociedad tan ensimismada en su egoísmo extremo que permite que por el pundonor de un padre ofendido, éste deje indefenso a su hijo, o que un hombre desesperado recurra al negociar en la vida del otro el salvar la propia. 

Esta extraordinaria película, que ubica a Jabes ya como un autor con lenguaje propio y del cual, cinéfilos podrán ansiosamente esperar un nuevo film, una nueva historia para repetirse mil veces que son buenas las películas que generen preguntas. Reafirmando su pulso, tomarse su tiempo en la cámara al lado de un actor de gran nivel como Leónidas Urbina, cuyo abanico emocional desde el desierto de la indiferencia, pasando por la cálida conexión con el hijo, hasta la desesperanza autómata, demuestra su peso y valía. 

La reflexión que debo hacer, o la salvedad, es sobre lo que resulta de Piedra, Papel o Tijera, y la intencionalidad que de alguna manera, movida por una particular tendencia política, pudo tener. 

Como dijimos al principio, el tema de la violencia es un tema universal. Hablamos también de factores como la cultura, la educación. Nos tropezamos con la sensibilidad y el elemento humano como el reconocimiento del padecer del otro. 

Vi, con cierto desagrado, la tendencia torpe a ubicar la violencia, si bien en el contexto venezolano del manejo del lenguaje propio, como concepto autóctono, y no sólo eso, sino la perniciosa habilidad de ubicar en separadas esquinas a dos clases sociales, una víctima de la otra. 

El relamido discurso opositor sobre lo innecesario de la lucha de clases y su impulso generador de violencia está de más. Y no es por no comulgar con ideologías funcionalistas o positivistas donde pensar en la unidad es como hacer borrón y cuenta nueva, negando la imperiosa necesidad de reconocernos – vuelvo al mismo punto – en nuestras condiciones impuestas. Saber del vivir del otro, de las dificultades y molestias, no es ofensa para quien no quiera entender que muchas de las razones que ubican a unos arriba, y otros abajo, vienen de un fulano orden caótico que permite, no sólo esa desconexión de puentes – suplantados su deber por cortinas mediáticas, por inventos mercadeables o inescrupulosas intenciones -, sino un pozo incalculable de frustraciones, también salidas del hueco de la naturaleza humana, y que en medio del desastre, esto atenta contra todo.

Tan es así de política la película – dando un poco al traste con la opinión de Edilio Peña sobre lo arrastrados que son los nuevos cineastas – que su último fotograma termina en un tristemente célebre Puente Llaguno, después del estoico seguir adelante de Valentina (Scarlett Jaimes), quizá reflejo de una Venezuela que siempre ha tenido que levantarse de las desgracias, y del irse a lo que sea que le espera con dos niños: uno que sabe leer pero que no sabe vivir en la selva; otro que no va a la escuela, pero que trabaja lo suficiente para poder comprarse un perro caliente. 

Pero como lo dije antes, a pesar de los intentos de desviar la atención hacia una endeble reflexión política sobre la violencia, Piedra Papel o Tijera termina por ser – recordando Amores Perros de González Iñárritu – universo, y no satélite. De ella sales preguntándote hasta cuándo seremos selva y cuándo llenarán su panza los leones. 

 J. Gregorio Maita.

martes, 7 de febrero de 2012

LA CRÍTICA QUE SALVA (REFLEXIÓN POLÍTICA SOBRE “AMANECIÓ DE GOLPE”)

Amaneció de Golpe y Carlos Azpúrua revitalizó ese esquema histórico que de alguna manera se quedó debajo de la solapa social de la falta de reflexión de una clase política que pudo revertir su camino a una muerte vaticinada. Y no es escandalosa en un país que, zurcido bajo un corto nivel de memoria, que poco recuerda de su ser como identidad y que en la historia, ocultada, manipulada, o simplemente ignorada porque leer mucho es cosa de bobos, que emerjan del suelo hombres en armas, hartos como la mayoría del derroche inenarrable, al mejor estilo de Calígula y sus buenos modales romanos.

Bien citaba Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas de América Latina la cancha abierta que significó Venezuela para las potencias extranjeras: aproximadamente la mitad de todo lo que se han llevado de Suramérica. Y todo bajo la complacencia mayordómica, para consentir al ser superior que algún día me gustaría ser y que no podré serlo nunca.

Fue el hambre que desató, en varios golpes que aturdido recibiría Carlos Andrés Pérez, ese presidente que endilgaría las culpas del anterior y así sucesivamente, y plantearía, en su libro de historia por el que lo recordarán siempre, una democracia labial y muy poco entrañable. Y es ese el mal de los dominantes, de los venezolanos con poder, de sus decisiones: la poca monta de un positivismo maltrecho y jurungado cuyo fin, llenar las arcas particulares, nada habría que reclamarle a la reflexión.
El 4 de febrero de 1992, precedido de un 27 de febrero de 1989 – Gloria al bravo pueblo -, fue como tocar la puerta en plena parranda. Lo dice la película de Azpúrua, pues fue esa, la más estable democracia de América Latina, la olla humeante de lo inverosímil.


Palabras malsonantes


Desde hace muchos años recuerdo el choque de ver Disparen a Matar, también de Azpúrua, y aturdirme por un ¡Carajo! que Amalia Pérez Díaz – no ella, su personaje en la cinta – esputaría en la indignación del hijo muerto en injusta indefensión. Y no era para menos. Fui tan metódicamente protegido desde la falda materna de las imprecaciones de nuestro florido lenguaje, desde lo general a lo específico de su venezolana interpretación, que escucharlo de una mujer que bien pudo ser la imagen platónica de una querida abuela para ese yo de diez años, que el sonido de tan intocable expresión me dejó mucho más que aturdido. Y en ese momento de incógnita, donde los niños miran a los lados y tratan de buscar la respuesta, consigo una evasiva de alguien que simplemente me hiciera la observación apocalíptica de “Y eso no es nada”.

Los venezolanos buscamos arduamente el escapulario. Los venezolanos que arroparon el poder, por estar de primero en la cola de parecerse más a cualquier cosa, menos a venezolanos, acuñaron la idea perfecta de la pulcra apariencia sacramental. De allí que sarcásticamente cuando se presenta el chance digo que somos el país de las mujeres más bellas. Y allí gran parte de nuestra tragedia: el parecer va por encima del ser. Y eso es filosóficamente, peligroso.

Pienso que el socialismo, como doctrina político-económica, es – entre otras cosas – una lucha entre el contenido y la forma, pues para él, es apremiante la transformación del fondo más que la pintura que cubre la vasija. Y en Amaneció de Golpe, film pulcro, de esos que enunciaba Cabrujas de eterno intento de hacer cine, esboza una realidad latente. Los venezolanos somos “mal hablados”. Pero que este detalle no corrompa nuestro recto proceder, pues en las palabras subidas de tono – dicen algunos lingüistas un poco menos atados a la santidad de la academia – está la sazón, la chispa, el sabor del hablar cotidiano, porque es que no hay, admitámoslo, relación entre estar “arrecho”, y muy molesto. La primera como afirmación de ser lleva la connotación completa del sentimiento; la segunda es una bagatela simplona cursi que apenas roza el círculo de la rabia cuando rompe el saco.

Lo curioso del asunto es que, tanto el cine, no digamos de otros países de habla hispana, sino de la cumbre estadounidense y europea, rara vez evita en la potencia del drama el uso de lo escatológico, ni en el lenguaje utilizado, ni en la imagen. Y ciertamente, como en cualquiera de las artes, existen sus excesos. Pero es que ese bichito ladilloso que pulula en nuestras mentes desde los tiempos de Los Amos del Valle del maestro Francisco Herrera Luque – que en nada se frenó ante las “buenas” maneras –indica que entre la junta de las palmas de las manos, lo que debemos ser por encima de todas las cosas, lo pasamos por alto cuando de Almodóvar, Scorsese, Tarantino, y otros tantos, emiten en sus películas maneras poco agraciadas de hablar. La vaina es aplicársela a Azpúrua, por venezolano. Caerle encima a Cabrujas, cuyo guión estrenado de forma póstuma terminaría por bajarlo del pedestal de algunos que lo ponían por allá, arriba, como algo fuera de este mundo.


El club ignorado de lo reflexivo


En Amaneció de Golpe encontramos cuidadosamente colocado al venezolano en sus distintas maneras. En una pareja tirando en el monte; en un hombre que maneja bajo cuerda los dineros públicos haciéndose cómplice de una clase política que después, en magistral plano semiótico, la niega; el militar cobarde que se ciñe al status quo y mata por él; el profesional que dice asumir una responsabilidad mientras huye con ventaja sobre el abandono; en la periodista, que no es por ser periodista sino por ser alguien en el aire con conciencia social que en su propio barranco piensa en país, aún en detrimento de su vida; en la locura que significa la solidaridad latinoamericana que se nos reflejaba en esos años dispersa, como un trastornado mexicano; en el aparte del humilde que no tiene tiempo de saber y tomar conciencia de su yo político, de su país, por el hambre y el dolor de sus básicas necesidades; en el egoísmo del extranjero que huyendo de las miserias de su origen encuentra en Venezuela una manera de vivir negando la solidaridad por no devolverla.

Una historia que no comienza en el día sino que trascurre al tenor de la madrugada. La oscuridad complacida para llegar al punto donde la luz emerge y todo cambió. Es distinta la vida, el panorama, el aire se siente palabrero, la gente confiesa – los que aún no lo hacían – sus descontentos, declaman los sabios entonces la demencia vivida. El rumor del cambio hace temblar las paredes, y con todo y eso, son otros, los de arriba, los que queman los contratos y facturas, los que miran desde abajo soldados vencidos, los que prosiguen en lo que creen es la forma de seguir. Hacerse el loco es una academia en mi querido país.

Es así, como pasan por debajo de muchos venezolanos películas como Jericó de Luis Alberto Lamata, Pandemonium y Días de Poder de Román Chalbaud, Macuro de Hernán Jábes, por decir algunas que hurgan en la cobardía del venezolano en identificar sus faltas. Es aquí, en este punto, donde la crítica necesaria emerge y es incómoda.

Si la clase política de entonces hubiera dejado de lado la mediocridad andada, Hugo Chávez pudiera ser hoy una circunstancia histórica, y no la lanza que define el rumbo de todo un país. Pues en la reflexión está el mantenimiento. En asumir, como alguien por allí asumió la culpa, y retorcer el camino torcido. Limpiar la casa, parafraseando a Mao. En todos los procesos políticos es vital y necesario.


J. Gregorio Maita

TRANSFORMERS 3: LA QUE REMIENDA Y NO CURA

Si más de lo mismo fuera mejor. En algún momento Michael Bay se perfilaba, como digno ejemplar salido del típico advertising, a transformarse en un cineasta de culto con sus muy controvertidas Pearl Harbor, Bad Boys y Armagedon, siendo de esos que dejan marcas donde quiera que pasan, con sus anuncios publicitarios, argumentos compota, culebrones y llantines pasados de puro azul y rosa. Bay es y será siempre el director favorito de cuanto adolescente idiota o rubia oxigenada de su país natal pueda tolerarlo.

Y es que en él no recae tanto la culpa. Buscar en su formación algo inteligente y que no descuide del todo lo comercial – algo que pudiera ser su religión – como genialmente lo ha hecho Christopher Nolan, es como pedir demasiado pues su principal talento sería el de ser un modisto fílmico, es decir, que la vaina se vea bonita.

Su tercera entrega de Transformers 3: The Dark Side of the Moon, si bien forma parte de una entretenida saga de escupitajos pro US-ARMY, machista, chovinista excelso y probablemente bien pagado por la respectiva oficina en el Pentágono, me resultó una mejoría que en muy poco salva al enfermo.

Es, si tuviéramos algo parecido a un entretenimómetro, algo superior a las dos anteriores – de las cuales guardo un muy amargo sabor con la segunda -, lo que pudiera significar puntos a favor del karma que debe ser Megan Fox al desistir de continuar con esta tercera parte. No es que sea pavosa la muchacha - ¿o sí? -, no es que dentro de los esquemas bien amados de la ciencia ficción sea esta película un mea culpa aderezado con besos y disculpas. Es que, en el sentido más superficial del asunto, esta tercera parte gusta más que las otras dos, pero sigue siendo el mismo bodrio saborartificialatuttifrutti de siempre. Sigue siendo Bay un maromero de planos picones con mujeres (exageradamente) voluptuosas que no se ajustan, ni en actuación, ni en química con la pantalla. Un mago de movimientos múltiples, explosiones y acción a diestra y siniestra.

En fin. Una película donde sus argumentos tropiezan de manera más suave que en sus predecesoras, un espectáculo visual despampanante, acompañado de viejos fantasmas de la Guerra Fría, y conspiraciones tan evidentes que hasta mi hijo de diez años hace predecibles. Un film que dice poco y muestra mucho de lo que Hollywood considera una película decente.


J. Gregorio Maita

LA RAÍZ DEL ÁRBOL DE LA VIDA

Hacer el amor con la imagen no es fácil. Creo que lo he repetido muchas veces cuando alguien me pregunta cuál es el tipo de películas que me gustan, me llaman y atosigan en ese fondo que preferiría uno no tener que tocar nunca. Y cuando se logra, se palma una superficie ulterior, de gamas multicolores que probablemente nunca pensaste que estaba ahí.

Terrence Malick se ganó el Palma de Oro del Festival de Cannes 2011 en medio de una muy dividida opinión acerca de su más reciente película El Árbol de la Vida. Y es que el film como tal rompe, sin parecerlo, con ciertos elementos que se consideran irrompibles dentro de los masticadísimos esquemas con los que la industria cinematográfica tiene amordazados a la mayoría de los espectadores.

No es una película reflexiva, pues no viene dentro de ella el aliento de la moraleja absurda, o el típico complemento serial de una suerte de específica adivinación filosófica. En ella Malick pareciera transformarse de cineasta ícono, en niño maleducado. Su película está más cerca de conservarse en un museo como pintura, no sé si surrealista, no sé si dadaista en una tómbola. No sé.

De allí la controversia. Fue él y la imagen. Y habrá quienes piensen que fue él quien hizo el amor y nos pornografió con fino arte la pantalla. Otros saldrán despavoridos pensando en la forma de demandarlo por hacerlos perder el tiempo. Otros, en dubitativa pose – creo estar dentro de ellos – tratarán de descifrar un galimatías de esfuerzo imaginativo pero, en definitiva, bello.

El Árbol de la Vida descansa en el deseo de alcanzar a Tarcovsky. Es una película poética y filosófica, y sólo aquellos de los que emerja la complejidad expresiva de la palabra encontrarán en ella un sitio, ni tan cómodo, donde sentarse y disfrutarla. Es una postura ante la vida, muy sacra, muy verde, azul, blanco, amarillo. Es una propuesta que dice lo que más o menos uno cree que es vida pero que hasta que no lo ves como Malick lo ve, como que no entiendes.

Aquellos que la odien, formarán parte de esa vida que admite cualquier cosa. Los que la amen o les sea indiferente, los que la traten como un objeto animado de fotografía impecable, también tendrán su puesto en el palco de una vida que es vida y que vive transformándose sin inmutarse ante nuestra inefable opinión.


J. Gregorio Maita