martes, 2 de septiembre de 2014

EL PAISAJE DEL RORAIMA ES PARA MORIRSE, PERO NO LITERALMENTE (CRÍTICA A LA PELÍCULA LA DISTANCIA MÁS LARGA)

Bienvenido a la Gran Sabana. Malsalido de Caracas. Venezuela es una postal. Algunos intentamos que sea algo más: una personalidad, una imagen en movimiento con pensamiento y características particulares. Venezuela es átomo de universalidad. Los que piensen lo contrario, frente al film, después del balazo gratuito, están pensando desde la particularidad política.

No es que discuta la realidad. Pero en Venezuela hay muchas, variopintas, buenas, malas, bonitas, baratas, peludas, lampiñas, claroscuras, líquidas, insípidas, volátiles como el humo de los que fuman, el aliento de los que protestan, el olor materno de la arepa, las nubes que cubren nuestras montañas. Esta retahíla de pendejadas habla de las dudas de un guion que se dedicó a armar una historia de un drama sobre un drama: pan con pan.

Tampoco es que escupa encima de la excelente y detallada dirección de Claudia Pinto Emperador (esos geniales guiños al miedo hecho bastón). No es que La distancia más larga llegara al punto de la inmoralidad que me dejó aquella Secuestro Express (Jakubowicz), pero sí que roza la desesperanza.

En LDML el futuro es cosa vaga, o por lo menos lo desdibuja en una complaciente conclusión cuando el niño regresa por donde vino reconciliado con ¿la vida? ¿su padre? ¿él? Sé que la vida llega a ser más perra que en el cine, pero ¿cuál es la motivación, soterrada apenas por la magia de la región más bella y antigua del planeta, en morir dos veces? Los gritos, los grandes planos que ponían ante nosotros esa cosa inverosímil, que incluso muchos guayaneses nos hemos negado a apreciar en carne propia, son el frasco del veneno.

La única vez que fui a la Gran Sabana lo hice con la excusa de un trabajo audiovisual. Era el primero por el que me pagaban algo. Después de una carretera tapada por la neblina y la selva, aquella pintura de dios se mostraba ante mí y lo único que podía hacer era contener el llanto. Es vergonzoso – comentario aparte – que dicho regalo haya sido tan poco aprovechado por la filmografía venezolana. No me extrañó que fuera una valenciana la primera en explotar de manera sublime el verde musgo de los tepuyes, la traslúcida virtud de los ríos que la cruzan, las noches estrelladas mapeando galaxias, sabiendo como sé que a los guayaneses nos cuesta tanto mirar hacia adentro.

Pinto lo hizo en una historia donde un único hijo vive en un país, para mi inventado, donde logra ir de polo a polo sin que nadie se pregunte cómo; donde su padre, después de la pérdida, así, terrible, injustificada, cobarde, resuelva como quien juega un triple entre el niño y el trabajo; donde una abuela ausente de siempre venga a abrir los ojos por última vez y ese ser que es el futuro, el último eslabón de su línea genética, sea el impulso para que la vida siga, pero en otra parte.

Me dirán conservador. Dirán que la vida, como en Mar Adentro (Amenábar), es un derecho y no una obligación (estamos claros); pero me resulta tan triste el panorama del chamo que pierde dos veces lo mismo, y termina rencontrándose con un padre que inexplicablemente, bajo las circunstancias psicológicas del personaje, elemento fundamental para la escritura de un guion aquí y en cualquier parte, hace algo que en mi humilde parecer es tan poco natural: dejar a un niño a su suerte. Mucho con demasiado.

LDML es una buena película, desde el punto de vista técnico. De las mejores actuadas. La mano firme de Pinto dejan ver la costura del buen ojo, de la idea clara. Pero hay un fantasma incómodo, lejos del conservadurismo duro, que los que me conocen saben que no tengo, que me hace sospechar. Esa supuesta reconciliación con la vida, esa enmienda, tardía y triste, va en carro fúnebre.

Un mensaje pesimista se esconde detrás de la cortina del Roraima.


J. Gregorio Maita.