miércoles, 20 de noviembre de 2013

LA HUELLA EN EL VACÍO (CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA SOBRE LA PELÍCULA GRAVEDAD DE ALFONSO CUARÓN)



La mayor parte del espacio que nos rodea es inhóspito. La vida y el desarrollo del hombre como especie está signada por una serie de circunstancias que en su equilibrio, delicado, débil, a veces fortuito, declara que la vida de nosotros, como testigos y artífices de la conquista de los elementos, es una lucha por entender lo que nos rodea, algo vano cuando poca atención damos al centro.

Cuarón dice con el título Gravedad, cuya enunciación para una película desarrollada en el espacio pareciera contradictorio, que aquello que importa, que lo valioso y entrañable está en el origen, en el suelo que pisamos y que enmarca como punto de referencia la aventura de los astronautas a merced de un lugar donde la vida es imposible.

Un accidente se presenta. Un big bang del cual no tenemos culpa determina el rumbo de una normalidad controlada a un suspenso – el flotar es una ventaja y a la vez un estorbo – que ahoga. ¿Cuáles son las posibilidades de sobrevivir en donde no nos podemos mover con libertad o respirar sin contemplaciones? ¿La confianza de unos con otros, yendo de una estructura estadounidense a una rusa y después a otra china, forma parte también de lo que vivimos?

La vida sin norte o sur, la vida por ser vida, es la motivación, y no hay mejor manera de reflejarla que con algo tan sencillo como la segura sensación de posar el pie sobre territorio firme. El planeta tierra que pareciera girar en torno a unos personajes y que sirve de punto de referencia, de meta anhelada. Aquí Cuarón juega con el vacío. Nos repliega en los asientos frente a uno que otro plano secuencia, eternizando la incómoda sensación que da el infinito, haciéndonos testigos a juro del viaje.  Música y fotografía extraordinarias. La expresión gentil de un Cloney que pareciera controlarlo todo, la desesperación de Bullock ante la indefensión que va con el nervio de encontrarse sin un punto de orientación. El frío, el calor, la falta de oxígeno. Gravedad es una gran película hecha en el más grande de los escenarios y que sin embargo se va cerrando en un túnel vacuo. Esa desesperación que conlleva a entrañar lo que tuvimos al alcance: nuestro planeta, que es la cosa más hermosa jamás vista, y el único sitio donde se puede (y vale la pena) vivir.

Una mezcla divina entre una 2001: Odisea del espacio, y La Soga. Kubrick y Hitchcock fusionados en sus lecciones cinematográficas, han visto el fruto de sus vientos en una película hecha tempestades, que, al igual que Niños del Hombre, tendrá un lugar en la historia.


Cuán ingratos somos, no importa, siempre hay una excusa para enderezar el rumbo.


J. Gregorio Maita




viernes, 4 de octubre de 2013

POR LA CONCHA DE LA CABEZA



A la Derecha le gusta el arte bello. No es una animadversión hacia la estética, pero cuando terminas diciendo que lo que te gusta tiene que ser guapo, bien parecido, a costa de una vacuidad insoportable, pues, creo yo, la cosa se pone turbia.

Es como sentir preferencia por la bomba atómica antes de que un gobierno de macacos termine por decir que los pobres tienen algo que ver con los de arriba. Eso se entiende de la derecha. Es así. Tienen un conflicto supérfluo y la a vez tan tangible en su relación con la realidad, o con su realidad, esa estupenda y a veces ficcionada realidad de un mundo de dos más dos igual cuatro. Muy práctica la cosa.

Sin embargo ese “arte bello”, al pasar del cuido de la estética a la veneración del esteticismo, termina por ser aburrido, repetitivo, y eso sí, muy “universal” en los términos de la confusión globalizadora.

La izquierda por el contrario, arropada muchas veces en la ignorancia de algunos militantes, asumen la cosa como el blanco y el negro, tomado contraste político y zumbado así en el lienzo del arte que no tiene mucha culpa de las erradas concepciones políticas. Lo hacen así: si la derecha dice “A”, pues yo digo “Z”, habiendo tanta letra en el abecedario.

Entonces nosotros, los que somos artistas, nos encontramos con toda una serie de eruditos en nada que reclaman el rojo como blanco infinito de la foto, y consignas en una obra literaria que habla de un chorro de agua que baja por el albañal. Terminarán insistiendo, aunque no lo asuman como tal, en la propaganda por encima de todo, y parafraseando a mis queridos amigos de Buena Fe, terminan ocultando en el informe lo que la calle grita.

En estos días tengo una buena razón para sentirme orgulloso. Mariana Rondón, esa directora de “A la media noche y media” y “Postales de Leningrado”, ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián con su obra “Pelo Malo”. Después dijo lo que dijo en un periódico que no tiene mucho que decir realmente. Y como jauría, lejos de someternos a una reflexión más exhaustiva, atacamos lo que supuestamente dijo sobre el comandante Chávez.

Chávez nos sentenció a una guerra, dicen que dijo, y si lo dijo, es verdad. Pero yo completo la sentencia: a una guerra necesaria y que si no fuera por Chávez hubiera sido mucho peor. El conflicto solapado que cargábamos los venezolanos en el sistema desde la traición que Bolívar pensó como país libre y soberano, y no como una pequeña monarquía disimulada de las clases pudientes, tan indios y negros como todos los demás, era algo que tenía que salir a flote algún día, porque la historia funciona como la física del desarrollo en el cuerpo humano. En algún momento tenía que emerger la purga de tanto abuso, tanta impunidad, robo, muerto y sueño asesinado por una sociedad que ve a este país como un campamento.

La Concha de Oro que la señora Rondón se acaba de ganar con una película desarrollada en la mítica 23 de Enero, es uno de los logros más grandes de la cinematografía venezolana. Digo algo más: de los cuatro grandes premios que hemos ganado a lo largo de nuestro accidentado tránsito por el cine, tres de ellos han sido logrados por mujeres (léase Margot Benaceraf, Fina Torres, y ahora Mariana).  

Lo cierto es que el descalificativo, derivado de esa perniciosa estupidez de politizar más de lo debido – ojo, no es que exista el cine apolítico, todo lo contrario, pero… - por una necesidad de rendir culto a un hombre que tuvo grandes méritos en la vida no solo de su país, sino del continente, no es necesario. Mariana, en esta no tan bella pero muy tangible democracia, tiene derecho a decirlo.

Ahora, la patada está de más. ¿Qué hay de inteligente en decirle a fin de cuentas a Rondón que se meta la Concha de Oro por donde más le quepa? ¿Qué hacemos con restregarle en la cara el dinero que le dio el CNAC para realizar su película – que de paso fue una coproducción entre Venezuela, Perú y Alemania? ¿Es que acaso ella, como venezolana, directora y guionista, no tiene derecho a acceder a los recursos del Estado para la realización de sus proyectos?

Allí boto la piedra, porque terminamos entregándole a Mariana Rondón, tan valiosa para nuestro cine, a una derecha que terminará por conminarla a hacer un cine bello, cómodo, conveniente y fácil de digerir. Y perderemos todos.

Pero es que la cosa no termina allí. Al día siguiente en otra entrevista que leí en la página web de El Nacional – cosa que no apareció en ninguno de los medios del Estado - Rondón aclara que lo que quiso decir era para ambos lados. ¡Coño! ¿Descubrió el agua tibia? ¿No era el diálogo una consigna perenne en el discurso de Hugo Chávez? ¡Y entonces!

Cuando revisas quienes han sido los que han ganado ese premio te encuentras con nombres como Francis Ford Coppola, Terrence Malick, Elia Kazan, Víctor Erice, entre otros. O sea. Y digo todo esto como chavista que soy, muy poco disimulado por cierto. ¿Somos inteligentes al hacerlo? Yo creo que no.

Pero es que Mariana Rondón no se acercó siquiera a la efervescencia enfermiza de un Orlando Urdaneta, o a la pataleta de Marcel Razquín que fue y le rindió apologías a Radonsky en plena campaña electoral para después recibir el favor de darse una gira con su película “Hermano” por los EE.UU. (pura casualidad), o la catástrofe patanera de un Edilio Peña que comparó a Chávez con Musolini y a la Villa del Cine con la Cinecitta. No. Solo dijo, más o menos, que necesitamos encontrarnos, hablar nuevamente y no odiarnos tanto.

Qué bueno sería que nuestro ministro del P.P. para la Cultura, Fidel Barbarito, o el mismo presidente Maduro le haga un llamado a Mariana y converse con ella sobre lo que piensa, y que está en todo su derecho a pensar. No terminemos haciendo lo que hicieron los soviéticos con Tarcovsky y dejemos que pierda el cine nacional.

J. Gregorio Maita



martes, 14 de mayo de 2013

EL JUEGO CRUEL DEL QUE ALUMBRA Y TE CALLA (Crítica sobre la película Brecha en el Silencio)



Todo fue silencio y se hizo la magia de la redundancia, sin ofensa ni torpeza. Cuando hablar de no emitir sonido, aunque suene absurdo, y sea muy real, tan dolorosamente real. Fue un túnel, no una sala de cine; fue un hundimiento, no una bajada estrepitosa.

A veces, cuando la poesía es arma, termina por sorprender a los desprevenidos, y ojo: no hay manera de prepararse ante Brecha en el Silencio.

Tienes una historia cruel, que contada así, al seco, pudiera salir (tal vez) un mediometraje predecible y decente. Pero no. Hay un pálpito, un juego en la imagen y la luz. Hay un lenguaje más allá del literario y que hizo al cine (de aquí y de todos lados) el papá de los helados. Fue así como los hermanos Luis y Andrés  Rodríguez se aglomeraron y la convirtieron en un todo que apunta, penetra y desangra.

Al entrar al recinto sientes la normalidad que da la libertad de moverte. Desde el comienzo te aprisionan los detalles – la espuma del agua en la orilla, las medias caras como lunas en mengua, el gusano y el palito que lo tantea – como grilletes en los pies. Ana (Vanessa Di Quattro) se te presenta prisionera, y al caer con ella en la mazmorra vas esperando que poco a poco te muestren lo que intuyes.

Por momentos la cámara te invita a entrar, y con la misma pasmocidad te saca. Te toma con los dedos el mentón y levantándote la cara dice que veas. Es un manejo perverso y brillante de una cinematografía estudiada, minuciosa, certera. Toda la película es una luz que quema – como ocurre varias veces con el rostro de Ana – y al mismo tiempo es una sombra que te esconde a veces una historia un tanto predecible, porque es sobre lo común de la vida que se nos cruza en las aceras, en las ventanas de los bloques, en lo que se calla a gritos, de las grietas en las paredes por donde sale la ebullición que estalla.

Una película que habla de los escombros profundos y complejos de Julia (Juliana Cuervos), de su incapacidad de ser madre, y de ajustar su egoísta existencia en los hombros de su hija sordomuda, que asume todos los papeles de aquella, compartiendo con resignación el capricho sexual de Antonio (Rubén León). Pero como todo, hay un límite. Ana ama a sus hermanos, y su cruz se la permite a ella nada más.

Su final es abierto, espumoso y triste, pues el futuro se torna vago y lejano. Una película que sin temor a equivocarme será un hito en la historia del cine venezolano, y mundial, si le dan cancha.

J. Gregorio Maita