Bienvenido a la Gran Sabana.
Malsalido de Caracas. Venezuela es una postal. Algunos intentamos que sea algo
más: una personalidad, una imagen en movimiento con pensamiento y
características particulares. Venezuela es átomo de universalidad. Los que
piensen lo contrario, frente al film, después del balazo gratuito, están
pensando desde la particularidad política.
No es que discuta la realidad.
Pero en Venezuela hay muchas, variopintas, buenas, malas, bonitas, baratas,
peludas, lampiñas, claroscuras, líquidas, insípidas, volátiles como el humo de
los que fuman, el aliento de los que protestan, el olor materno de la arepa, las
nubes que cubren nuestras montañas. Esta retahíla de pendejadas habla de las
dudas de un guion que se dedicó a armar una historia de un drama sobre un
drama: pan con pan.
Tampoco es que escupa encima de
la excelente y detallada dirección de Claudia Pinto Emperador (esos geniales
guiños al miedo hecho bastón). No es que La distancia más larga llegara al
punto de la inmoralidad que me dejó aquella Secuestro Express (Jakubowicz),
pero sí que roza la desesperanza.
En LDML el futuro es cosa vaga, o
por lo menos lo desdibuja en una complaciente conclusión cuando el niño regresa
por donde vino reconciliado con ¿la vida? ¿su padre? ¿él? Sé que la vida llega a ser más perra
que en el cine, pero ¿cuál es la motivación, soterrada apenas por la magia de
la región más bella y antigua del planeta, en morir dos veces? Los gritos, los
grandes planos que ponían ante nosotros esa cosa inverosímil, que incluso
muchos guayaneses nos hemos negado a apreciar en carne propia, son el frasco
del veneno.
La única vez que fui a la Gran
Sabana lo hice con la excusa de un trabajo audiovisual. Era el primero por el
que me pagaban algo. Después de una carretera tapada por la neblina y la selva,
aquella pintura de dios se mostraba ante mí y lo único que podía hacer era
contener el llanto. Es vergonzoso – comentario aparte – que dicho regalo haya
sido tan poco aprovechado por la filmografía venezolana. No me extrañó que
fuera una valenciana la primera en explotar de manera sublime el verde musgo de
los tepuyes, la traslúcida virtud de los ríos que la cruzan, las noches
estrelladas mapeando galaxias, sabiendo como sé que a los guayaneses nos
cuesta tanto mirar hacia adentro.
Pinto lo hizo en
una historia donde un único hijo vive en un país, para mi inventado, donde
logra ir de polo a polo sin que nadie se pregunte cómo; donde su padre, después
de la pérdida, así, terrible, injustificada, cobarde, resuelva como quien juega
un triple entre el niño y el trabajo; donde una abuela ausente de siempre venga
a abrir los ojos por última vez y ese ser que es el futuro, el último eslabón
de su línea genética, sea el impulso para que la vida siga, pero en otra parte.
Me dirán conservador. Dirán que
la vida, como en Mar Adentro (Amenábar), es un derecho y no una obligación
(estamos claros); pero me resulta tan triste el panorama del chamo que pierde dos
veces lo mismo, y termina rencontrándose con un padre que inexplicablemente,
bajo las circunstancias psicológicas del personaje, elemento fundamental para
la escritura de un guion aquí y en cualquier parte, hace algo que en mi humilde
parecer es tan poco natural: dejar a un niño a su suerte. Mucho con demasiado.
LDML es una buena película, desde
el punto de vista técnico. De las mejores actuadas. La mano firme de Pinto
dejan ver la costura del buen ojo, de la idea clara. Pero hay un fantasma
incómodo, lejos del conservadurismo duro, que los que me conocen saben que no
tengo, que me hace sospechar. Esa supuesta reconciliación con la vida, esa
enmienda, tardía y triste, va en carro fúnebre.
Un mensaje pesimista se esconde
detrás de la cortina del Roraima.
J. Gregorio Maita.