La definición del todo. El espejo
mágico sacándonos la lengua. Lo antipático. El rehuir de la cita al psicólogo.
No estamos cómodos con las verdades. El horror de la paja y la viga. Demonios
clausurados mandándote mensajes de texto. ¿Quién dijo que el cine debe ser
complaciente?
Una historia donde nuevamente se
cuestiona el papel de la mujer venezolana en la formación de la sociedad.
Llamarán a los cineastas machistas, equivocados al primer vuelo, cuando el
hombre se transforma en foto, en suplemento necesario de aquella que construye
a sus anchas, utilizando lo que conoce, lo que considera, así, arbitrario, en
su sentido social de lo que debe ser un varón. Los machos como adorno,
culpables por omisión o machetazo.
Él está allí, el macho del futuro.
Disfruta comunicándose en el desamparo de una timidez arraigada en la pobreza,
en el trauma de la burla por no encajar en el esquema. Somos los venezolanos
bufones de lo irónico, asesinos del sarcasmo. A veces, me gustaría no creer que
para tal sed, solo la sangre sacia. Cosas de la vida. El bulling criollo
escondido allí, como los monstruos que generan ruidos espantosos. Basta una
marca, una sombra, un peinado.
Metidos hasta la saciedad en las
corrientes estéticas, donde lo natural es feo, donde el ícono requiere de la
manufactura, donde el hombre y la mujer dejan de serlo para ser otra cosa y
encajar, a partir de esa venenosa concepción, en la calle; o lo que pudiera ser
peor: en la casa. La maldición del Miss Venezuela.
Escuchas como murmullos los
comentarios de la gente. Frente a la pantalla los juicios sumarios, los selfies
irrespetuosos, los epítetos a Junior (Samuel
Lange Zambrano). Dentro de nuestros esquemas de la estética se nos dibuja
un niño delgado que camina con gesto “raro”. Una madre (natural en su sentido
de la vida, volcánica, salvaje, tormentosa) sorteando el equilibrio de ser
ella, de comer, de moldear.
Es Martha (Samantha Castillo) un perturbador reflejo de la libertad
desentendida: la capacidad de crear y satisfacer, de alcanzar lo que se pueda y
como sea con la selva del 23 de Enero en un segundo plano que podría ser
cualquier otro lugar. Allí están los sinsabores, en sus ojos, en su honda
franqueza al decir que no quiere a quien debe querer más. Terminas sintiendo a
través de ella que la infancia es un período frágil y definitivo. Que lo que es
todo para un niño lo define, por muy ridículo que fuera para nosotros. El futuro
comprometido con el abuso, con el adjetivo, con la portada, con la miseria;
pero no la miseria de la que se quejan algunos alegremente: el lenguaje
malandro, la pared sucia, los muebles desvencijados, la pobreza como trasfondo
del cine nacional; sino la humana, esa que jode mal y por un rato largo.
Una película con la calidad e
inteligencia que el cine comercial (por pretenderse única tabla de salvación) hambrea,
que se construye a partir de la sensación que despierta en el espectador,
siempre y cuando el mismo esté dispuesto a formar parte del viaje. Una Concha
de Oro que vale más que cualquier medalla olímpica y que no puede pasar por
debajo de la mesa en nuestra historia. Aquellos que llaman al progreso, a la
grandeza de un país, no pueden obviar con remilgos anacrónicos la grandeza de
la historia de un niño obsesionado con ser él mismo en contra de los malos
pensamientos.
Pelo Malo de Mariana
Rondón, anotada ya en la lista de ese cine necesario, revelador y generador de
cuestionamientos, llama al confesionario de muchos que con golpes de pecho y aire
reflexivo dirán confesar su culpa por una homofobia latente, por una pacatería
que no pega ni con el siglo que vivimos, ni con los conocimientos y
herramientas al alcance de la mano.
Poco a poco vamos madurando.
J. Gregorio Maita