Todo fue silencio y se hizo la magia de la redundancia, sin
ofensa ni torpeza. Cuando hablar de no emitir sonido, aunque suene absurdo, y sea
muy real, tan dolorosamente real. Fue un túnel, no una sala de cine; fue un
hundimiento, no una bajada estrepitosa.
A veces, cuando la poesía es arma, termina por sorprender a los
desprevenidos, y ojo: no hay manera de prepararse ante Brecha en el Silencio.
Tienes una historia cruel, que contada así, al seco, pudiera
salir (tal vez) un mediometraje predecible y decente. Pero no. Hay un pálpito,
un juego en la imagen y la luz. Hay un lenguaje más allá del literario y que
hizo al cine (de aquí y de todos lados) el papá de los helados. Fue así como
los hermanos Luis y Andrés Rodríguez se aglomeraron
y la convirtieron en un todo que apunta, penetra y desangra.
Al entrar al recinto sientes la normalidad que da la libertad de
moverte. Desde el comienzo te aprisionan los detalles – la espuma del agua en
la orilla, las medias caras como lunas en mengua, el gusano y el palito que lo
tantea – como grilletes en los pies. Ana (Vanessa Di Quattro) se te presenta
prisionera, y al caer con ella en la mazmorra vas esperando que poco a poco te
muestren lo que intuyes.
Por momentos la cámara te invita a entrar, y con la misma
pasmocidad te saca. Te toma con los dedos el mentón y levantándote la cara dice
que veas. Es un manejo perverso y brillante de una cinematografía estudiada,
minuciosa, certera. Toda la película es una luz que quema – como ocurre varias
veces con el rostro de Ana – y al mismo tiempo es una sombra que te esconde a
veces una historia un tanto predecible, porque es sobre lo común de la vida que
se nos cruza en las aceras, en las ventanas de los bloques, en lo que se calla
a gritos, de las grietas en las paredes por donde sale la ebullición que
estalla.
Una película que habla de los escombros profundos y complejos de
Julia (Juliana Cuervos), de su incapacidad de ser madre, y de ajustar su
egoísta existencia en los hombros de su hija sordomuda, que asume todos los
papeles de aquella, compartiendo con resignación el capricho sexual de Antonio
(Rubén León). Pero como todo, hay un límite. Ana ama a sus hermanos, y su cruz
se la permite a ella nada más.
Su final es abierto, espumoso y triste, pues el futuro se torna
vago y lejano. Una película que sin temor a equivocarme será un hito en la
historia del cine venezolano, y mundial, si le dan cancha.
J. Gregorio Maita